Se ha aprobado la ley de la eutanasia en España y con ella se abre otra puerta a la muerte.
Escritores hay, afortunadamente, que realizan experimentos sociales en sus obras de ficción (no en la realidad). En estos experimentos llevan algunas ideas hasta sus máximas consecuencias prácticas. Los resultados pueden ser chocantes, al menos para la época en que sus libros se escribieron.
Me viene a la cabeza esa tremenda e impactante novela de Aldous Huxley titulada «Un mundo feliz», aunque él la llamó «Brave New World» (1932). Recomiendo vivamente su lectura, porque el mundo en que vivimos se va pareciendo cada vez más a ese que describió el autor. Se trata de una sociedad dominada por el Estado que se encarga de hacer nacer y hacer morir a los que quiere, les destina a un trabajo concreto en la comunidad y les hace adorar aquello que hacen. Esto da lugar a unos humanos ingenuos, ignorantes de todo menos de aquello para lo que han sido condicionados e incapaces de amar y llevar con dignidad una vida afectiva. «Todo el mundo pertenece a todo el mundo», dice una de las máximas del sistema. Las relaciones deben ser esporádicas porque el amor y la familia son un peligro para la sociedad: pondrían en entredicho el papel del Estado. Parecen niños que juegan a ser mayores. Sexo, consumismo, entretenimientos proporcionados por el Estado y drogas oficiales mantienen a los individuos en un estado de supuesta felicidad. Y todo a cambio de un pequeña sacrificio: la libertad. El Estado te hará feliz, siempre y cuando le entregues tu libertad.
Otra de estas obras es Señor del mundo (Lord of the World) de Robert Hugh Benson. La escribió en 1907 y se supone que la trama ocurre alrededor del año 2000. En esta historia, el «experimento» social que el autor pretende probar en su laboratorio literario es el del humanitarismo progresista desarrollado sin oposición durante casi 100 años. Y llega a algunas consecuencias extremas. Una de ellas es la EUTANASIA, que se aplica con o sin consentimiento. Hoy en el país hablaba de la aplicación de la eutanasia en «un contexto eutanásico», sea lo que sea lo que eso signifique.
He aquí un fragmento del capítulo I de Señor del mundo:
Texto de la novela
«Mabel también estaba pensativa en su asiento con el periódico en el regazo, al deslizarse velozmente por la línea de Brighton. Estas noticias del Este la desconcertaban más de lo que ella dejaba ver; y, no obstante, un peligro real de invasión le parecía increíble. Esta vida occidental era tan apacible y cuerda; los pueblos tenían al fin el pie sobre la roca, y parecía impensable que fuesen forzados otra vez al pantano; era contrario a la ley de la evolución. Pero, al fin, no podía menos de reconocer que la catástrofe parecía ser uno de los métodos de la naturaleza…
Estaba sentada inmóvil, hojeando de vez en cuando el manojo de noticias y releyendo el editorial acerca de ellas: también él mostraba desánimo. Un par de hombres conversaban en el compartimiento de al lado sobre el mismo tema; uno describía las fábricas de munición del gobierno que había visitado, la anhelosa prisa que reinaba allí; el otro proponía preguntas y cuestiones. No había mucho confort allí. No había ventanas por dónde mirar; en las líneas centrales la velocidad era excesiva para la vista; el largo compartimiento inundado de luz suave era todo su horizonte. Contempló la blanca bóveda moldeada, las deliciosas pinturas enmarcadas en roble, los mullidos sillones, los melados globos colgados del techo que irradiaban luz solar y a una madre y su niño enfrente de ella.
Entonces sonó la gran cuerda, la apagada vibración creció levemente, y un momento después las puertas automáticas resbalaron y ella pisó el andén de la estación de Brighton.
Al bajar los peldaños que llevaban a la plazoleta, vio a un cura que caminaba delante de ella. Parecía un viejo muy enhiesto y fornido, pues, aunque su pelo era blanco, se movía ágil y enérgicamente. Al pie de la escalera, él se detuvo y se giró un poco, y ella vio con gran sorpresa que su rostro era el de un mozo, delicado y fuerte, con cejas negras y radiantes ojos claros. Entonces lo pasó, y comenzó a cruzar la plazuela hacia la casa de la tía.
En ese momento sin el menor preanuncio, excepto un agrio bocinazo en lo alto, sucedieron un montón de cosas. Una gran sombra se movió cubriendo el sol a sus pies, un estrépito de rotura hendió el aire, y un sonido como el respiro de un gigante; y al detenerse espantada, con un estruendo como de miles de cántaros que se estrellaran, un enorme objeto se aplastó contra el pavimento de caucho ante ella, y allí quedó, llenando media calle, agitando anchos alerones en su parte superior, los cuales se debatían y azotaban cual las aletas de un monstruo antediluviano, vomitando gritos humanos y comenzando de inmediato a bullir con vulnerada vida.
Mabel apenas se dio cuenta de lo que pasó después; pero se encontró al momento empujada adelante por una presión violenta desde atrás hasta que se detuvo temblando de pies a cabeza con los restos destrozados de un cuerpo humano gimiendo y retorciéndose a sus pies. Una especie de lenguaje articulado salió de él; captó distintamente los nombres de Jesús y María; y entonces una voz siseó de repente en su oído:
– Déjeme, señora. Soy un sacerdote.
Estuvo allí un rato más, aturdida por lo repentino del suceso, mirando casi fuera de sí al joven cura canoso de rodillas, con su americana desabrochada y un crucifijo fuera; lo vio inclinarse, agitar la mano en un rápido ademán, y musitar en un lenguaje que ella no conocía. Lo vio erguirse de nuevo, teniendo el crucifijo en alto, y moverse lentamente en el medio del ensangrentado pavimento, mirando a un lado y otro como por un llamado.
De los escalones del gran sanatorio que estaba a la derecha descendieron corriendo una cantidad de figuras, sin sombrero, de blanco, llevando cada una lo que parecía una Kodak de las antiguas. Sabía quiénes eran y su corazón dio un suspiro de alivio. Eran los operadores de la eutanasia. Entonces se sintió asida por un hombro y lanzada atrás y de inmediato se halló en primera fila de una multitud que oscilaba y gritaba, y detrás de una cadena de policías y civiles que habían formado cordón pata contener el embate.»
Robert Hugh Benson, Señor del mundo, Libro I, capítulo I, 2.